Demba caminaba sigiloso, rodeando al animal indefenso.
Le habría gustado
rugir, pero sabía que si lo hacía espantaría a su presa. Atardecía en las
praderas de Okavanga y el suave viento se llevaba lejos el olor de Demba y sus
compañeros. El pequeño impala no sospechaba que estaba a punto de morir, de ser
cazado.
Demba comenzó a
correr. El impala notó el movimiento y levantó el hocico olisqueando el aire.
Demasiado tarde, las garras de Demba se clavaron en el muslo trasero del
animal. La cría chilló llamando a su madre. Los demás leones se lanzaron sobre
las patas, mordiendo y arañando la carne. Demba dio un potente y elegante
salto, se subió a lomos de la cría y hundió los colmillos en el cuello. El animalillo
cayó herido de muerte y Demba volvió al suelo.
Demba rugió. Se
acercó a su presa. Su primera presa. La había abatido de forma impecable. Una
caza sin contratiempos, elegante y perfecta. Entonces los ojos de Demba se
cruzaron con los del impala. Dentro de aquélla mirada moribunda vio Demba una
pregunta: “¿Por qué me has matado?” No había reproche, únicamente perplejidad y
el asomo de la agonía. El león apartó la vista, no podía soportar tanto
sufrimiento. En ese momento, Demba se prometió a sí mismo que jamás volvería a
ver una mirada semejante. No quería ser el causante de tanto dolor.
Demba no volvió a
cazar nunca más. En consecuencia, se volvió vegetariano.