No podía dejar de pensar que todo había acabado. Tenía sentimientos encontrados hacia él, le odiaba por haberla abandonado y le amaba porque sí, porque para amar no hacen falta razones.
Redujo a cuarta, luego a tercera y entró en la rotonda. Enfiló la recta y aceleró. De nuevo cuarta, después quinta a ciento diez, ciento veinte por hora.
Pero, ¿qué había hecho ella mal? ¿En qué se había equivocado? Se preguntaba. Mientras, la otra parte de su cerebro, la que estaba conduciendo, intentó advertirle de algo, pero ella hizo caso omiso. Conocía la carretera al dedillo. Dos viajes diarios durante seis años para ir al trabajo y volver, es tiempo más que suficiente para saber dónde está cada cambio de rasante, cada curva, cada bache.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas al recordar el día que él se marchó, el momento en que le rompió el corazón al decirle que ya no la quería.
La curva le pilló por sorpresa. ¿O es que ella iba demasiado rápido? El caso es que esa maldita curva no estaba donde debía. Frenó. Las ruedas chirriaron. “¡No quiero perderte!” Gritó sin despegar los labios, proyectando su frustrado lamento hacia dentro de sí misma.
Pisó el freno un segundo demasiado tarde. La rueda trasera se metió en el arcén, el coche hizo un medio giro extraño, pareció enderezarse, pero en el último momento se despegó del asfalto y dio una vuelta de campana.
Podía sentir aún el sabor de sus labios en la boca, el tacto de sus dedos en la piel, la amargura de su adiós en el alma. Una milésima de segundo antes de volar boca abajo, pensó: “¡Ya está! ¡Por fin lo has conseguido! Esta vez la has cagado.”
Sollozó sin control mientras viajaba a más de cinco metros del suelo, sujeta por el cinturón de seguridad al asiento de su Peugeot. En la segunda voltereta se golpeó contra el volante, abriéndose una brecha en la frente que empezó a sangrar profusamente. Para cuando el vehículo paró, después de ejecutar otra pirueta y dar varios botes, estaba inconsciente. Y en coma. Irreversible.
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