Conocí a Ala en el entierro de mi padre. Se sentó en una de las últimas filas a la espera de la incineración, en el más absoluto anonimato. Lloraba en silencio, sola. Era alta y bien parecida, muy distinta a mi madre, la mujer que eligió mi padre para su primer matrimonio. La reconocí por una foto que había recibido una navidad de hacía varios años, aparecían los dos sentados delante del árbol de pascua, cogidos de la mano, sonriéndose como dos adolescentes. Creo que me la envió para que me enterara de lo felices que eran. Pero en ese momento no quise verlo.
No sé por qué mi padre intentaba seguir en contacto conmigo, quizás era una forma de buscar comprensión, él siempre decía que yo era la más razonable de todos. Y cuando decía todos, se refería a mis cinco hermanos y a mi madre, que no habían querido saber nada de él desde que decidió irse, cambiar de vida.
Tiempo después, me escribió una carta en la que me comunicaba que estaba bien, que vivía en un piso alquilado y que había acogido en su casa a una muchacha ucraniana. Me explicaba, someramente, la extrema situación en la que se encontraba cuando la conoció y me pedía que le pusiese en contacto con mi madre, si me era posible, para llegar con ella a un acuerdo de divorcio. El lenguaje era cordial, pero frío y distante. Claro que yo podría haber percibido entre líneas la llamada de socorro implícita, pero nos obstinamos en ver tan solo lo que queremos y yo tenía un miedo atroz de admitir la realidad que se presentaba ante mis ojos: que mi padre era feliz y había conseguido esa felicidad lejos de nosotros y con una extranjera inmigrante, alguien que yo consideraba, a todos los efectos, una intrusa. Mis hermanos sentían por ese colectivo una aversión obsesiva; aunque yo no llegara a tanto, tampoco les tenía mucha simpatía. Simplemente me limitaba a tolerar que estuvieran en mis calles y pasearan por mis aceras, mientras trataba de reprimir lanzarles miradas más o menos despectivas.
Dentro del sobre me adjuntaba una tarjeta de visita con su nueva dirección, un número de teléfono y los nombres de ambos. Todo, la carta y la tarjeta, en letra inglesa muy pulcra.
Por supuesto, yo trasladé el mensaje a mi madre; curiosamente ella no se lo tomó a mal, fue mi hermano mayor el que se enfadó. Montó en cólera nada más enterarse, comenzó a gritar todo tipo de imprecaciones y a maldecir a mi padre y a “la puta que vivía con él”, esas fueron sus palabras. Asistí estupefacta al espectáculo que formó; estaba hastiada, harta de unos y de otros. No tenía por qué soportar aquello, así que me largué a mi casa.
Mi madre, por supuesto, no aceptó el divorcio.
─¿Alguno de los presentes quiere ver al difunto antes de proceder a la incineración?
La voz del oficiante me sacó de mis pensamientos.
Mi hermana y yo nos miramos, las dos estábamos de acuerdo en que queríamos recordarlo vivo, tal y como lo habíamos visto antes de su ingreso en el hospital. Pensé que quizás mi madre o mi hermano se acercarían para darle su último adiós, pero no dieron muestras de ir hacia el féretro; en cambio hubo alguien que si lo hizo.
─Yo si.
Alla se aproximaba por el pasillo central. Todos nos quedamos mirándola.
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